domingo, 30 de junio de 2013

Katia

Su historia estaba llena de los mismos pasajes. Parecía que el momento se repetía de manera inexorable, con lapsos de tranquilidad, para después volver a empezar.

Se pregunto si en realidad era tan terrible, tan grotescamente fea su actitud hacia la vida.

 ¿Cuántas amigas tenía? Se miró los dedos de la mano, para ella, aquello que se decía de que para contarlos se puede hacer con una sola mano era cierto. Pero en ocasiones, por terrible que pareciera, sentía que ni un solo dedo necesitaba para contar a sus amigas y amigos… ¡Hmmm! ¡peor aún! Jamás un solo hombre le había demostrado amistad, sus intenciones más tarde o más temprano se reducían a una sola realidad: sexo.

 Bien, ¡ya estaba acostumbrada a ello!. Había olvidado hacía mucho tiempo la necesidad de contar con un amigo, aún cuando muchos seguían insistiendo en qué lo que le ofertaban era una limpia y bella amistad. El tiempo ponía las cosas en su lugar.

No sabía porqué había comenzado a pensar en la amistad...

 Eran las diez de la mañana de un sábado. El día anterior, afortunadamente, había tenido como cada viernes una invitación para salir: primero la comida, luego la caminata, el café y finalmente la copa, que se había convertido en un buen número de ellas, para finalizar con una despedida a las puertas de su apartamento, en unos brazos que sin saber cómo, se convertían en miles de ellos y finalmente… un beso, seguido de muchos más, y como cada viernes, un hombre por lo menos veinte años menor que ella terminaba en su cama.
El sexo era lo más cercano a su sueño eterno de encontrar un hombre que le amara. Después de más de veinte años en un segundo matrimonio que se había vuelto monótono y horriblemente insoportable, se había divorciado.

Durante mucho tiempo pensó que en verdad había tenido mucha suerte, así se lo había dicho incluso su hermana y su mejor “amiga”, aún cuando en su fuero interno sabía que ambas hubieran querido estar en sus zapatos.

Bueno, su hermana, había acariciado la inocente idea de que Hernán visitaba su casa por ella, jamás pensó que su constante presencia era por ella: Katia -su hermana mayor- quien incluso era también mayor que él, y encima con dos hijos de 4 y 5 años. Menuda sorpresa se llevó Sara, cuando descubrió que su Hernán del alma no sólo le ponía casa, sino que incluso quería adoptar a sus hijos y casarse con ella.
Cierto, durante los primeros dos años que vivieron juntos, todo era melcocha, por eso consintió en casarse. Nada más hacerlo y el hombre cambio de piel, el caballero dulce, atento y cariñoso se convirtió en un golpeador, no sólo con ella, sino también con sus hijos, un clásico macho mexicano. Tal vez las marcas que sus puños dejaban en su cuerpo, se borraban en ella con sus noches de sexo frenético, y en los cuerpos de sus hijos al cumplir sus caprichos. Cualquier cosa era poco para que él se quitara la culpa de encima. Pero las huellas en el alma se fueron haciendo más y más profundas:  imborrables.
Después de cinco años de matrimonio, la relación se fue enfriando, y al llegar al octavo año, un tímpano de hielo era más caliente en su cama. Al llegar el décimo quinto aniversario de bodas el decidió abandonar el lecho conyugal, argumentando que el departamento era muy caluroso y necesitaba descansar.
Lo peor de todo fue su eterno deseo de aparentar que eran un matrimonio normal. Entonces, fue cuando volvió a ver a su amiga, a una de las pocas personas que podía considerar amiga, que ella recordaba con cariño. Cierto que en su relación no todo había sido miel sobre hojuelas, pero al menos ella la había aceptado tal y como era o al menos así le había parecido.

Cuando se vieron, ambas parecieron volver al tiempo vivido en el colegio, se habían conocido cuando ambas tenían 14 años, estudiando para ser profesoras. Juntas pasaron 4 años con altibajos, incluso con periodos de ignorarse la una a la otra, pero ella, Ana, siempre había recapacitado, y le había perdonado, aún cuando en realidad no había nada que perdonar. Katia no tenía la culpa que los novios de Ana fueran infieles y que dos de ellos quisieran ponerle el cuerno con ella, además, las apariencias engañan. Para ella carecían de importancia los breves momentos de pasión que habían vivido con ellos. Tampoco tenía la culpa de que Ana fuera una mojigata que sólo era novia de “manita sudada”, a esa edad, lo que los hombres querían era sexo… bueno, en realidad en cualquier edad lo que los hombres querían era sexo, y si ella lo disfrutaba al igual que ellos, porque debía reprimirse.

Katia recordaba con nostalgia la época en que eran compañeras inseparables. Lo que más le agradaba de su relación es que cuando estaban juntas parecían un imán, todo tipo de hombres se le acercaban, eran tan contrastantes: Ella, desde siempre había sido voluptuosa, con unos labios carnosos que invitaban a besar, sus caderas y pechos desarrollados, una cintura breve, unas piernas torneadas, con unos muslos que ponían a temblar a los hombres. En cambio Ana..., si bien tenía una cara singular, que le hacía parecer bonita, había tendido a ser llenita, bueno, en ocasiones realmente su cuerpo había llamado la atención de más de uno, pero era ingenua, aburrida, con unas ideas arcaicas sobre los novios y el sexo, era de aquellas que querían llegar virgen al matrimonio… ¡ja,ja,ja! Como se había burlado en secreto de esas ideas; pero por lo demás era buena chica, una muñequita para coleccionar, para proteger.

Su amiga nunca tubo problemas con la escuela, bueno siempre que se tratara de una materia en la que se utilizara la cabeza, pero cuando se trataba de deportes, no era muy buena. Katia, ahora después de tantos años se daba cuenta que le hubiera gustado tener su facilidad para estudiar, bueno, en realidad Ana no estudiaba, pero siempre salía avante con los deberes escolares. Le habría gustado estudiar una licenciatura como lo había hecho su amiga, pero para ¡maldita la cosa que le había servido! Jamás se había casado, y no había tenido hijos, en cambio ella se había casado en dos ocasiones y tenía dos hermosos hijos, esas eran las razones por las cuales su amiga la envidiaba, además del hecho de que ella tenía citas la mayoría de los días con distintos hombres, y el viernes, el viernes era su día. No entendía como Ana, a su edad, casi cincuenta años, podía seguir hablando de fidelidad y del amor que sentía por aquel amigo eterno de la escuela y del trabajo. Ya ella le había advertido que lo que no había sido, jamás podría ser, y que esa relación siempre iría a peor, pero vamos, ¡Ana era terca!, y no le hacía caso, ya no estaban para parejas de su misma edad, lo que ellas necesitaban era dos muchachos de 25, o de 30, pero no con más de 35 años.

 El amor... el amor era una tontería, ella lo sabía bien. A su amiga no le gustaba su mayor frase célebre: “El amor dura, mientras les dura: dura”. Esa era una verdad irrefutable, tanto estudio habían hecho de su amiga una inmadura emocional, no entender esa máxima, y encima preocuparse por sus salidas de cada viernes, envidia, eso era lo que su amiga sentía. Por eso prefería no verla, porque siempre acababa diciéndole que tuviera cuidado, ¡Cuidado ella! La que debía cuidarse era Ana, que con tanta inactividad sexual, le podía dar un infarto.

 En suma, se aburría con ella. Sus maestrías y su independencia económica, eran lo único que poseía, pero en realidad, era mucho más gratificante que sus amigos quisieran pagarles las comidas, las cenas, su ropa, todo lo que ella necesitaba. Por supuesto que todos eran regalos. Aún recordaba como varios de aquellas conquistas habían pretendido pagarle, ¡Estúpidos! No se daban cuenta que ella regalaba su amor a quién quería. Era libre, nadie la iba a atrapar de nuevo, ella seguiría disfrutando de todo el amor que se le había negado cuando joven.


Ana no lo entendía, así que por eso salía con Sara, su hermana pequeña, ¡pobrecita!, parecía un tonel. Bueno… un boiler, no tenía cintura, pero era tan simpática. No era su culpa que no quisiera bajar de peso y que los hombres no se le acercaran ni de chiste. Por eso, ella como buena hermana la invitaba a salir todos los miércoles. Ambas iban a lugares en los cuales podían encontrar hombres jóvenes, y ella, con la figura escultural que aún poseía a los cincuenta años, era un regalo para los moscardones. No había hombre que se resistiera a sus minifaldas y escotes. Además, su cabellera rubia, era el gancho definitivo. Por algo Marilyn triunfó con “Los caballeros las prefieren rubias”. Además, su piel morena, que ella aseguraba se debía al bronceado adquirido en alguna playa, les incitaba siempre a querer averiguar si también debajo de la tanga que era evidente usaba, la piel tenía el mismo color o era “blanca como la leche”, como ella les aseguraba.

¡Sara, Sara, Sara…! vivía a través de las historias que ella protagonizaba. Aún durante su matrimonio, cuántas y tantas veces le sirvió de pantalla para que su esposo no se enterara de sus aventuras. ¡Querida Sara! Cuántas veces la había sorprendido viendo a los hombres que se le cercaban a ella con ojos soñadores. Incluso, algunos de esos hombres trababan plática con su hermana, derrochaba simpatía y tenía una vasta cultura, pero no rea cultura o simpatía lo que ellos buscaban. Después de unos cuantos minutos de educada charla, en definitiva se dedicaban exclusivamente a ella. Cuando Sara le comentó que aún tenía contacto con algunos de esos hombres que habían pasado por sus… nalgas… ¡ja, ja, ja!, se había sorprendido; pero ¡bueno! si les gustaba hablar con Sara, lo hacían cuando ella se había cansado de verlos.

Se iba haciendo tarde, su teléfono sonó. Del otro lado de la línea su amiga Ana la saludó alegre y le preguntó si quería acompañarla a la presentación de un libro. Katia, se disculpó.
Cuánto me gustaría acompañarte –le dijo- pero tengo un compromiso previo.
Será para otra ocasión, cuídate – le dijo Ana y se despidió-
Era una monserga, la aburrida de su amiga cada fin de semana le hablaba para que se vieran, pero ella siempre estaba ocupada.
- ¡Es tan tonta! ¿No se da cuenta que no quiero salir con ella?

Se dio cuenta que tenía mucho tiempo por delante y nada que hacer en ese sábado. Tomó su teléfono, comenzó a mandar mensajes, en menos de cinco minutos tendría un plan para pasar un sábado ¡calientito! Pasaron más de diez  minutos y no había recibido ninguna respuesta. Seguramente no habían recibido el mensaje. Volvió a mandarlo a varios de sus “amigos”, pasaron veinte minutos, Katia repitió la operación, después de una hora, ni uno sólo de esos hombres le había contestado el mensaje.
Volvió a repetir la operación, agregando una fotografía de su pubis, si eso no los animaba, nada podría hacerlo.

El teléfono sonó, un mensaje había llegado. Satisfecha, se apresuró a leerlo.
¡Puta! ¡Deja de molestar a mi marido!
Que mensaje tan horrible, seguro que alguna señora había tenido la mala fortuna de revisar el teléfono sin el permiso de su marido.

Decidió no perder el tiempo y marco el teléfono de uno de sus amantes más apasionados. El teléfono timbro varias veces y se corto. Katia, volvió a llamar.
-El teléfono se encuentra fuera del área de servicio o está apagado, intente llamar más tarde-
La grabación le sorprendió.
Marcó a otro de sus amigos, la voz de un niño le contestó.
-Me puedes comunicar con Roberto, por favor.
Del otro lado del teléfono un pequeño grito: ¡Papá, te llama una señora!
Katia colgó rápidamente.
Timbro a otros tres o cuatro amigos, pero no recibió respuesta. Llevaba casi dos horas intentando comunicarse, con alguno.
Finalmente decidió desistir en su intento, tomó nuevamente el teléfono, y llamó a Sara. Con tan mala suerte que no contestaba, seguramente estaría atendiendo a algún paciente. Volvió a insistir, la voz cariñosa de su hermana le saludó.
-¿Qué harás más tarde?
- Voy en camino a la presentación de un libro, Ana me invitó y después iremos a comer, ¿necesitas algo? ¿Quieres acompañarnos?
- No, sólo quería saludarte. Por un momento la idea de decirle que era plato de segunda mesa pasó por su mente, la habían invitado porque ella había rechazado esa oportunidad previamente.
- Bien, cuídate, nos vemos el miércoles.

¿Cómo era posible que esas dos estúpidas miserables salieran juntas?

Katia estaba enojada, seguramente se la pasarían platicando pestes sobre ella. Eran dos fracasadas hablando sobre sus aburridas vidas, sus fracasos, su soledad, todo lo que soñaban y que nunca tendrían, envidiándola siempre. Ellas necesitaban su compañía, pero ella no las necesitaba. Decidió volver a dormir. Cuando despertó la tarde languidecía. Nadie le había llamado, nadie la buscaba, estaba sola.

¿Cómo podían envidiar su vida?


1 comentario:

  1. Una vida triste...pero vida al fin. Me impactó. Gracias por compartir esta historia, que podría ser la de muchas mujeres, hoy día.

    ResponderEliminar