viernes, 5 de julio de 2013

Bajo la cama

¡Basta!, ¡no soy un bebé!
Y volviéndose hacia la pared dio la espalda a su madre. Ésta con una sonrisa, entre complacida y cómplice, salió de la recámara apagando la luz, sin darle un beso de buenas noches. 
Carlos cumplía hoy cinco años. Ya era un niño mayor. Como regaló pidió a sus padres una cama nueva, sin barandales, y éstos lo habían complacido. Su madre intentó arroparlo, por eso se había enojado. 
Ahora sólo en su recámara, abrió los ojos. La lámpara estaba apagada. La oscuridad lo esperaba. El niño intentó acostumbrarse a ésta. No veía nada más allá de sus narinas. Su cuarto no tenía ventana. Lo poco que distinguía era distinto a lo que él recordaba. Se dijo a sí mismo: “Es el cambio de los muebles”.
Escuchó un ruido que lo hizo incorporarse. Sus manos comenzaron a sudar. De golpe se acostó en la cama y se tapó con las sábanas hasta la cabeza. El ruido se hacía más claro: “tac, tac, tac…” Parecía como si alguien caminara dentro de su cuarto. Tomó la ropa de cama con las manos lo más fuerte posible. Sus nudillos comenzaron a ponerse blancos. Escondido el niño repetía para sí: “No hay nada, ¡se valiente, quítate las sábanas de la cabeza!”, pero su corazón latía cada vez más fuerte. El sonido de éste no servía para acallar los pasos, que cada vez sonaban más cerca y claros. Su piel comenzó a ponerse chinita y sus dientes castañeaban.
Sintió como alguien tomaba las sábanas al pié de la cama. Carlos estuvo a punto de chillar y sujetó éstas con más fuerza, no permitiría que se las quitaran. Después de unos cuantos segundos, escuchó un suspiro y las soltaron. Percibió que arrastraban algo muy pesado bajo su lecho. Unas lágrimas asomaron a sus ojos, el terror se apoderó del niño. Comenzó a rezar en la forma que su madre le había enseñado. Volvieron a sujetar las sábanas, ahora a un costado de él, sintió un aliento fétido y frío sobre su nuca…No pudo más, un grito salió de su garganta: ¡Ah!
Su madre llegó corriendo y prendió la luz: 
— Carlos, ¡despierta!, estas soñando.
El niño se destapó. Su mamá lo consoló: “¿Qué pasa?
Él no habló, con los ojos buscó por toda la habitación: “Había alguien en el cuarto” -manifestó.
La señora comprensiva le dijo: “No hay nada” y abriendo las puertas del closet le mostró que sólo estaba su ropa. 
“¡Bajo la cama mamá!, ¡bajo la cama!”
Ella se agachó: “Tampoco hay nada”. “Ve tu mismo” y lo invitó a bajar y asomarse por debajo del colchón, Carlos así lo hizo. No había nada. 
— “¡Vamos, vuelve a acostarte!”, el niño subió y ella lo arropó, apagó la luz y prendió la lámpara de noche. “Duerme, me quedaré un rato”. El cerró los ojos, tomando su mano.
Al día siguiente Carlos desayunaba en la cocina con sus padres y su hermano. Su progenitora le pregunto: “¿Dormiste bien?” 
— Si, gracias.
— ¿Qué pasó?, preguntó su hermano adolescente.
— Tu hermano tuvo una pesadilla, nada de importancia.
Carlos observó que Roberto palidecía y se quedaba callado.
A media tarde, cuando éste regresó de jugar, el niño le preguntó:
— ¿Por qué te asustaste?
— ¡Yo nunca me asusto!
— ¿Entonces porque parecías veladora? Estabas blanco como la cera.
— ¿No puedo hablar, lo publicarías como periódico?
— ¿Parezco vieja chismosa?
— ¡Prométeme que no lo contarás!
— Prometido, será un secreto entre los dos.
— Confiaré en ti. Cuando yo era un chiquillo, tu cuarto era mi recámara, eso fue antes que nacieras.
— ¡No lo sabía! -le interrumpió.
— Les pedí que me cambiaran de cuarto, porque en las noches escuchaba pasos, y trataban de quitarme las sábanas.
— ¡Estás loco! -afirmó Carlos.
— No, yo las sujetaba muy fuerte, pero cada noche regresaban, hasta que un día se las llevaron.
— ¡Patrañas! Esos son cuentos tuyos.
— ¡Jamás te mentiría!
— ¡Quieres asustarme!
— No, lo peor fue que a la noche siguiente, me tomaron por los pies y comenzaron a jalarme, yo me resistí. Me sujeté con todas mis fuerzas a la cabecera. Eran unas manos frías. Esa noche me dejaron muchos arañazos en la piel. Mamá pensó que me los hice jugando.
— Piensas que soy un bebé, pero no me vas a asustar.
— No, soy incapaz, ¿dime?, ¿te ha pasado algo?
— ¡Claro que no!, ¡estas chiflado!
— ¡Cuéntame!, por favor.
— No ha pasado nada, pareces una niñita de parvulario –y diciendo lo anterior Carlos se marchó.
Esa noche el niño permitió que su madre lo arropara, y se quedó dormido enseguida.
Al día siguiente su madre mando a su hermano a buscarlo, pues era tarde y el chiquillo no se había despertado. Roberto fue a su recámara, pero la cama estaba vacía, las sábanas yacían hechas jirones. 
¡Mamá! –grito aterrado.
La señora corrió hacia la recámara del pequeño, en donde su hermano temblaba y lloraba diciendo: ¡Debí haberlo dicho!, ¡debí haberlo dicho!, ¡mi hermanito!
— ¿Dónde está tu hermano?-gritó la señora.
Roberto con la mirada perdida sólo decía: “¡Se lo llevaron!, ¡se lo llevaron!”.
La policía llegó unas horas más tarde. No había huellas de que hubieran forzado las cerraduras de puertas o ventanas, sólo encontraron unas sábanas hechas guiñapos, cual si las hubieran hecho trizas con garras y dientes. Al análisis criminalístico, no había huellas de saliva o sangre. Ningún indicio. No había explicación lógica para la desaparición del pequeño.
Roberto sedado dormía en su habitación, así lo mantuvieron por tres días, al cuarto, su madre destrozada contempló como abría los ojos y se ponía a temblar. Ella lo abrazó, no quería perder al único hijo que le quedaba. El jovencito le pidió que lo dejara ir a la habitación de su hermano. La señora renuente accedió. Al llegar allí, lo primero que hizo fue agacharse debajo de la cama y meterse. La ropa de ésta lo ocultó. Pasaron unos segundos. La señora escucho como si rascaran con las uñas y después un grito. Al ver que el chico no salía se agacho también, su hijo había desaparecido, sobre la duela unos rasguños de unas garras enormes, y entre los tablones unos cuantos jirones de la camisa de su hijo, y el sonido de unos pasos “tac, tac, tac” que se alejaban hacia lo más profundo, siempre debajo de la cama…

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