Todo el día había jugado, subido, bajado. No había un rincón
de la casa que como un torbellino no hubiera recorrido. Ana era una pequeña de
tres años que no se quedaba quieta ni un minuto.
Cuando sus hermanos regresaban del colegio, ella les recibía
con una sonrisa y con su cuento favorito en las manos. Todos ellos de manera
afable rechazaban su pedido de que le leyeran el cuento. Así que la chiquilla
continuaba jugando en ocasiones, y en otras, echada sobre su estomago, pasaba
una y otra vez las páginas de su libro.
Poco tiempo después, María, su madre regresaba del trabajo y
comenzaba con el trajín del hogar: Hacer la comida, limpiar, lavar, planchar,
etc., sus actividades no acababan nunca. Entre cosa y cosa vigilaba que sus
hijos cumplieran con sus deberes escolares, escuchaba sus historias, sus
problemas y cuitas. De ser necesario iba al supermercado o incluso a pagar
algún servicio.
Al anochecer, cuando llegaba su marido, le daba de cenar junto con todos sus hijos. Era
el instante en que la familia se encontraba completa y escuchaban los relatos de lo que les había acontecido en el día a
cualquiera de los miembros de ésta. Al
terminar, cuando los hijos mayores se retiraban para descansar y su marido
escuchaba las noticias en la televisión, María se sentaba en un sillón a acompañarle.
Noche a noche cumplía con el último de sus deberes. Ana su
hija menor se presentaba y extendía hacia ella su libro favorito, se encaramaba
en sus piernas, acomodándose en su regazo, y con su tierna voz infantil le
decía: “Mami, ¿me lo puedes leer por favor?”. María, sonreía y con un libro
entre las manos comenzaba la lectura de
ese cuento infantil.
Después de la primera frase, su pequeña, continuaba
repitiendo la historia, simulando leerla. Al terminar el texto de cada página,
la niña pasaba con delicadeza cada hoja, ante la mirada atenta de su madre.
Así, noche a noche llegaba el fin del día para ambas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario