lunes, 8 de julio de 2013

En el Emir.

Hoy, después de más de cuatro años, como hacía muchos días lluviosos y soleados no sucedía, volvimos a tomar un café juntos.
Se bien que la rutina, el trabajo y tus múltiples compromisos sociales nos han alejado, al igual que mi retraimiento y ostracismo. Pero por alguna razón que de cierto, no se precisar, después de comprar los cartuchos de repuesto para la impresora de la oficina, de pronto, como si fuera magia apareció frente a nuestros pasos esa cafetería.
Al verla, mi estómago comenzó a gruñir, pues el aroma del café recién tostado impregnaba toda la calle, tuve la impresión de que a ti te sucedía lo mismo y con esa sonrisa tan característica que siempre ilumina tu cara, cuando surge alguna idea brillante en tu mente me dijiste: ¿Entramos?
Yo, no pude dejar de ilusionarme y pensar: “¡Sigue adivinando mis deseos!” y lo único que pude hacer fue asentir.
Así que en menos de cinco minutos nos encontrábamos sentadas como antaño ante dos tazas de café, acompañadas de un pastel y un strudel.
Tu hablaste sin parar, haciéndome notar una hermosa fotografía que adornaba el lugar así como la leyenda que escrita en la pared explicaba el origen del “café tostado”, yo simplemente te escuchaba embelesada.
En el pasado hubiera sido yo quien llevara el hilo de la conversación, pero las cosas han cambiado tanto, ya no soy aquella chica sociable que era el centro de atención, la tristeza y la melancolía han tornado mi personalidad, volviéndome retraída, reservada. Sin embargo, hoy, escuchando tus historias, tus ocurrencias, volví a sonreír y me di cuenta, por enésima ocasión de por qué me enamore de ti.
Me enamoré de tu sonrisa inocente, casi angelical; de tu mirada sincera, sencilla, directa; de tu simpatía al contar historias para agradar a las personas y sobre todo, me enamoré de tu alma blanca y de tu enorme corazón.
Por un instante, un breve momento, estuve a punto de decirte dos palabras: “te amo”. Mi mirada se llenó de ti, mi corazón volvió a latir de esa manera desbocada, de esa forma que sólo tú provocas. Pero afortunadamente para mí y para mi dignidad me mantuve callada y brevemente, mis ojos se perdieron en el infinito de mi corazón.
De repente, tú: callaste; al percatarme de tu silencio pregunte: ¿Pasa algo?
Respondiste rápidamente: ¿Eso es lo que yo pregunto? ¿Qué te pasa?
-        ¿A mí?, ¡nada!
Y seguiste con tus bromas e historias llenas de fantasía e ilusión. Yo disimulé mi tristeza y aflicción, pero sobre todo, oculte en lo más hondo de mi corazón este inmenso amor.
Charlamos un buen rato, tu alegría me iluminó y me brindó ese calor que tanta falta me hace, el café, se deslizaba por mi garganta, paliando el frio en que quería envolver mi corazón para evitar seguir amando.
De pronto, miraste el reloj y al percatarte de que el tiempo inexorable había pasado inadvertidamente para ambos, me dijiste: ¿Nos vamos?
Yo asentí, simulando una sonrisa: ¡Por supuesto, tenemos trabajo!

Ambos nos dirigimos hacia la oficina a seguir nuestra rutina, tú cada vez más alegre al ver las manecillas del reloj acercarse al momento de ir a los brazos de ella. Yo, ordenándole a mi mente trabajar, no pensar en ti, y suplicándole a mi corazón que te olvide para evitar que mi alma muera de dolor.

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