jueves, 4 de julio de 2013

Tintineo en la escalera

Maricruz era un torbellino, estaba en constante movimiento, antes de caminar, hacía que su madre, su padre, sus tías o sus abuelos la llevaran de un lugar a otro utilizando el poder de su dedo índice, señalando los lugares a los que deseaba ir   empujándose con sus piernas e impulsando su tronco hacia el lugar deseado. Cuando comenzó a gatear se escabullía perseguida por su mamá quien preocupada seguía a la pequeña entre los muebles, para evitar que se hiciera daño al echárselos encima al sujetarse de cualquier cosa para pararse y alcanzar aquello que le llamaba su atención. Al cumplir un año, caminaba ya con sus piernas tambaleantes, y corría alejándose de la prisión que eran los brazos de su progenitora, tratando siempre de seguir los pasos de su padre que la llevaban fuera de su casa, al patio, lugar en el que trabajaba con una serie de utensilios misteriosos para ella, en realidad eran un y mil objetos provenientes de todo tipo de desperdicios industriales, trastos que la pequeña regularmente observaba desde la ventana de su casa, acompañados del movimiento incesante de su progenitor y del ruido que el martillo, la sierra o la planta de soldar realizaban al momento de  desmantelarlos separando los distintos materiales que los componían.
El tiempo pasaba y Maricruz crecía. Al cumplir un año y medio de edad, una hermanita llegó a su hogar, ese acontecimiento afortunado le quitó un poco de atención de su madre, pero sumó a sus actividades el deber de cuidar de esta, así de pequeña como era ella. Su mamá, apurada debía atender a la bebé, pero a pesar de ello seguía impidiéndole salir al patio como la chiquilla deseaba.
Llegó su segundo cumpleaños y también el tercero, ella hacía de la sala de su casa una pista con su triciclo o un campo de futbol con su pelota, luchaba con su muñeca o hacía finas láminas con los juegos de batería que le regalaban, auxiliada de un pequeño martillo que su padre le había comprado, para luego ejercitarse como una lanzadora olímpica de disco. Su hermana  ya caminaba, pero en lugar de encontrar una aliada en los juegos y travesuras, se desesperaba al ver que esta tropezaba con sus propias piernas quedándose por lo general sentada y quieta en el lugar en que se  lo ordenaban, eran como las caras de la luna, una siempre iluminada por la sonrisas de sus travesuras, la otra tranquila e inamovible.
Un buen día, aburrida encontró un lugar perfecto para esconderse mientras su mamá preparaba la comida y su hermana permanecía sentada al pie de la escalera, ella escabulló y se metió en un ropero lleno de blancos,  acostándose plácidamente para esperar. Cinco minutos después al percatarse su madre de la quietud del lugar gritó:
¡Maricruz! ¿Dónde estás?
Sólo el silencio le respondió, alarmada su madre le dijo a su  hermana:
¡No te muevas de aquí! y dejándola sentada comenzó a buscar a la pilluela en los lugares en los que habitualmente solía esconderse, pero la angustia comenzó a hacer presa de ella al percatarse que la puerta del patio estaba abierta y su esposo no estaba en el mismo, por lo que salió a este y observó que su marido se encontraba agachado acomodando material en una báscula, al verlo le dijo:
¿Has visto a la niña?
No mujer, no ha salido, debe andar por ahí jugando y siguió con su trabajo.
Angustiada entró en su casa y siguió  escudriñando todos los recovecos de la misma. La pequeña dentro de su escondite reía tapándose la boca con su mano para no delatarse y hacer ruido, pero comenzaba a aburrirse por estar ya tanto tiempo inmóvil.
Su madre cada vez más afligida buscaba y rebuscaba en todos los rincones de su casa. La señora vio a su hija menor sentada en el lugar en el que la había dejado, completamente quieta y le preguntó:
¿Has visto a tu hermana?
La pequeña estiró su brazo regordete y señaló el ropero en el que se escondía, su madre se dirigió hacia el mismo y abrió la puerta esperando ver a su hija asfixiada entre las sábanas, y encontró a la bribonzuela que la veía con ojitos pícaros y sonrientes.
La señora llorosa tomó a su hija entre sus brazos y le quitó los zapatos e insertó en las agujetas varios cascabeles, con voz sería y tono de enojo le dijo:
¡No vuelvas a esconderte!
Maricruz se bajó de su regazo y se alejó corriendo hacia la escalera, acompañada del mágico tintineo de sus zapatos.

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